La evangelización es la tarea de la Iglesia, “existe para evangelizar” (Pablo VI (Evangelii Nuntiandi 14).  Anunciar el Reino es su vocación y, por consiguiente, “su identidad más profunda” (ibid., cf. Santo Domingo 12).

                Desde  la realidad latinoamericana y caribeña, Medellín dice: “que se presente cada vez más nítido en Latinoamérica el rostro de una Iglesia auténticamente pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder temporal  y audazmente comprometida en la liberación de todo el hombre y de todos los hombres” (Juventud 15).  Es un vasto proyecto evangelizador y liberador que las posteriores conferencias episcopales, en continuidad con los enfoques conciliares, han ido perfilando y precisando. La misión de la Iglesia, y de cada cristiano, es ser signo del Reino, por ello debe buscar  “el Reino y la justicia de Dios, y todo lo demás se le dará por añadidura” (Mt. 6,33). Anteponer la añadidura a la búsqueda del Reino y la justicia –una permanente tentación- sería  la mayor infidelidad al mensaje de Jesús.

 

                La misión, la evangelización, debe ser entendida dentro del pleno y amplio sentido de la palabra misión recordada por Vaticano II y en cuya línea se ha situado la reflexión eclesiológica de estos años en América Latina. El Concilio la ve como la prolongación de las misiones del Hijo y del Espíritu: “la Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que procede de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo según el designio de Dios Padre” (n.2, cf. Aparecida 373).  La comunión entre las personas trinitarias es la fuente de la koinonía eclesial, de la vida trinitaria  brota la misión de la Iglesia. Por ello esta tarea no puede tener sino una dimensión universal.

                Cumplir esa tarea ante la situación de pobreza inhumana que se vive en nuestro continente –y, por cierto en otras áreas de la humanidad, condujo a hablar de la necesidad de una nueva evangelización. El tema está en el documento preparatorio de Medellín, recogido luego en el Mensaje de la Conferencia misma, algunos años más tarde Juan Pablo II aludió a él, en Haití (1983) el país más pobre y olvidado del continente, y precisó que se trataba de un anuncio del evangelio “nuevo en su ardor, en sus  métodos, en su expresión”, idea que repitió en sus visitas a otros continentes.

                La expresión no esta libre de ser banalizada, ni de ser víctima de arreglos cosméticos irrelevantes. No obstante, ella significa una percepción que implica una conversión del conjunto de la Iglesia y de cada uno de nosotros, requiere una mirada fresca sobre  la escena contemporánea y lucidez para implementar cambios de calado. Si bien su relación inicial fue con el mundo de los pobres en América Latina, es claro que su alcance más lejos. Esto nos lleva a hablar de diferentes retos que se presentan hoy a la tarea del conjunto de la Iglesia. Con todos los límites del caso podemos agruparlos en tres grandes capítulos o bloques.

                Convocando al Concilio, Juan XXIII  preguntaba y se preguntaba cómo decir hoy lo que los cristianos piden cotidianamente: “que tu Reino venga”. Poniéndose en camino para encontrar una respuesta a esta interrogante recuperó un significativo tema bíblico: la necesidad de saber discernir los signos de los tiempos. Lo  que quiere decir  estar atentos al devenir  de la  historia y más ampliamente  al mundo  en el que  vivimos nuestra fe: sensibles a sus interpelaciones, impugnadoras y enriquecedoras al mismo tiempo.

                Retos, es cierto, .pero importa decir que, al mismo suministran elementos y categorías que permiten emprender nuevas pistas en el entendimiento y profundización del mensaje cristiano.  Es capital tener en cuenta estos dos lados de una misma moneda. El trabajo  teológico consistirá en mirar cara a cara esos cuestionamientos que se le presentan como signos de los tiempos  y, a la vez, discernir en ellos a la luz de la fe el nuevo campo hermenéutico que se le ofrece para pensar la fe y para un hablar de Dios dicente a las personas de nuestro tiempo.

                En ese orden de ideas podríamos decir, sin ninguna pretensión de exhaustividad y dejando de lado matices importantes,  que la fe cristiana y el anuncio del Evangelio confrontan hoy tres grandes retos:

                1/ el del mundo moderno y el de la llamada posmodernidad,

2/ el pluralismo religioso y el consiguiente diálogo interreligioso, y.

3/ la pobreza de las dos terceras partes de la humanidad

 

El mundo moderno (y posmoderno)

a.   Con raíces en los siglos XV y XVI la mentalidad que se comenzará a designar como moderna impacta en la vida de las iglesias cristianas del siglo XVIII en adelante. Tres notas lo caracterizan: 1/ la afirmación del individuo como punto de partida de la actividad económica, la convivencia social y el conocimiento humano; 2/ la razón crítica que no acepta sino aquello que ha sido sometido a su examen y juicio; y 3/ el derecho a la libertad en diversos campos.  Es lo que Kant llamaba el estado adulto de la humanidad.

                De allí la desconfianza del espíritu moderno frente a la autoridad, tanto en el plano social como en el religioso.  La fe cristiana, vecina de la superstición y de sesgo autoritario –según este pensamiento- estaría destinada a la desaparición y, en el mejor de los casos, a ser recluida al ámbito privado.  La sociedad entra de este modo en un acelerado proceso de secularización y la fe cristiana pierde el peso social y la influencia en las personas que tenía en otros tiempos.  Los avatares de este conflicto, que tomó sobre todo a los cristianos de Europa, son conocidos; como lo son asimismo los pasos andados y desandados en las respuestas provocadas por los diferentes entredichos con la Iglesia. Por no hablar de los desconciertos, temores, audacias y sufrimientos que se vivieron por estas razones.

 

b. Vaticano II, tomando distancia de quienes no veían en el mundo moderno sino un mal momento destinado a pasar y ante el cual sólo cabía resistir a pie firme hasta que se calmara la tormenta, buscó y logró responder a muchos de estos cuestionamientos. La tarea se ha complicado en los últimos tiempos con lo que se ha dado en  llamar, por comodidad, la posmodernidad.  Presentándose como una acerba crítica a la modernidad, acusada entre otras cosas de derivar fácilmente –aunque parezca paradójico- al totalitarismo (fascismo, nazismo, estalinismo), en contradicción con su fervorosa reivindicación de la libertad,  y de confinarse en una visión estrecha y puramente instrumental de la razón.

                Pero, por otra parte, el talante posmoderno  agudiza el individualismo que marcaba ya al mundo moderno. Resultado de todo esto será una actitud algo desganada frente a las posibilidades de cambiar lo que antes se pensaba que no andaba bien en nuestras sociedades. Como lo es también la desconfianza de cara a las convicciones firmes en cualquier área de la acción y del conocimiento humanos, surge entonces una postura escéptica que relativiza el conocimiento de la verdad; según ella cada quien tiene su verdad y por ende todo vale. Esta postura es sin duda uno de los motivos del desinterés por lo social y lo político al que asistimos en nuestros días. Ella trae, sin embargo, contribuciones importantes: por ejemplo, la valoración de la diversidad  cultural o étnica.

 

c. Ligado a lo anterior está el tema de la globalización. La situación así designada viene, como es sabido, del mundo de la información,  pero repercute  en el terreno económico y social, y en otros campos de la actividad humana.  No obstante, la palabra es engañosa porque hace creer que nos orientamos hacia un mundo único, cuando en verdad, y en el momento actual, acarrea ineluctablemente una contraparte: la exclusión de una parte de la humanidad del circuito económico y de los llamados beneficios de la civilización contemporánea.  Una asimetría que se hace cada vez más pronunciada.   Millones de personas son convertidas de este modo en objetos inservibles, o en desechables después de uso. Se trata de aquellos que han quedado fuera del ámbito del conocimiento, elemento decisivo de la economía de nuestros días y el eje más importante de acumulación de capital. Esta polarización es la consecuencia del modo como se implementa hoy la globalización, ella constituye un hecho que no tiene, necesariamente, que tomar el curso actual que lleva a una desigualdad creciente.  Y, lo sabemos, sin igualdad no hay justicia.  Lo sabemos, pero el asunto adquiere en nuestros  días una urgencia creciente.

                El neoliberalismo económico postula un mercado sin restricciones, llamado a regularse por sus propios medios, y somete toda solidaridad social en este campo a una dura crítica, acusándola no sólo de ineficaz frente a la pobreza, sino incluso de ser una de las causas de ella.  Esta deshumanización de la economía tiende a convertir todo, incluso a las personas, en mercancías ha sido denunciada por una reflexión teológica que desvela el carácter idolátrico, en el sentido bíblico del término, de ese hecho.  Una reflexión teológica a partir de los pobres se impone. Ella debe tomar en cuenta la autonomía propia de la disciplina económica y al mismo tiempo tener presente su relación con el conjunto de la vida de los seres humanos, lo que supone en primer lugar, considerar una exigencia ética.  Por lo mismo, evitando entrar en el juego de las posiciones que acabamos de mencionar,  no habrá que perder de vista que el rechazo más firme a las posiciones neoliberales se da a partir de los contrasentidos de una economía que olvida cínica y, a la larga, suicidamente al ser humano. En particular a los que carecen de defensas en este campo; es decir, hoy a la mayoría de la humanidad. Se trata de una cuestión ética en el sentido más amplio del término, que exige entrar en los mecanismos perversos que distorsionan desde dentro la actividad humana que llamamos economía.

 

d. En este renglón debemos colocar también las perspectivas abiertas por las corrientes ecológicas ante la destrucción, suicida igualmente, del medio ambiente.  Ellas nos han hecho más sensibles a todas las dimensiones del don de la vida y nos han ayudado a anchar el horizonte de la solidaridad social que debe comprender un respetuoso vínculo con la naturaleza. El asunto no afecta únicamente a los países desarrollados, cuyas industrias causan tanto daño al hábitat natural de la humanidad, toca a todos, también a los países más pobres. Imposible hoy en día reflexionar teológicamente sobre la pobreza sin tener en cuenta estas realidades.

El  pluralismo  religioso

La pluralidad de religiones es, lo sabemos, un hecho milenario en la humanidad.  Tanto las grandes y más conocidas religiones como las menos extendidas no son de ayer.  En el pasado, su existencia planteaba algunos problemas prácticos y daba lugar a reflexiones acerca de la perspectiva salvífica del cometido  misionero de las iglesias cristianas, pero en las últimas décadas su presencia se ha convertido en una interrogante de envergadura para la fe cristiana.  Todos los estudiosos del tema están de acuerdo en decir que la teología de las religiones es muy reciente, ella avanza por un terreno minado.  Asistimos hoy en la Iglesia a un gran debate al respecto.  La cuestión es sin duda delicada, importantes textos del Magisterio y estudios teológicos de gran aliento han sido escritos al respecto.

                Como en el caso del mundo moderno, pero por razones diversas, la existencia de algunos miles de millones de seres humanos que encuentran en esas religiones su relación a Dios, o a un Absoluto, o a un profundo sentido de sus vidas, cuestiona la teología cristiana en puntos centrales de ella.  A la vez, como sucede con la modernidad, le proporciona elementos y posibilidades para volver sobre ella misma y someter a un nuevo examen la significación  y los alcances hoy de la salvación en Jesucristo.

                Es un territorio nuevo y exigente En él  la tentación de replegarse y de aferrarse a opciones que se consideran seguras es muy grande En efecto, una teología de las religiones no puede hacerse sin una práctica de diálogo interreligioso, diálogo que da hoy apenas sus primeros pasos.

                La mentalidad moderna es fruto de cambios importantes en el campo del conocimiento humano y en la vida social, ocurridos fundamentalmente en Europa occidental, cuando ésta había iniciado ya su camino a un nivel de vida que la distanciará del resto de los países del planeta.  En cambio, los portadores de la interpelación que viene del pluralismo religioso se encuentran entre las naciones más pobres de la humanidad. Tal vez ésta sea una de las razones que ha hecho que la toma de conciencia de las  preguntas que vienen de ellas se haya presentado sólo en una época reciente en las Iglesias cristianas, precisamente en el momento en que esos pueblos comenzaban a hacer oír su voz en diferentes áreas de la convivencia internacional.  Esto hace que la respuesta a las interrogantes presentadas desde Asia sobre todo, pero también de África y en menor escala de  América Latina, no puede separar lo religioso de la situación de pobreza. Doble aspecto cargado de consecuencias para el discurso sobre la fe que viene de esas latitudes.

                Desde América Latina es importante el diálogo con otras concepciones religiosas, las que pudieron sobrevivir a la destrucción de los siglos anteriores,  minoritarias hoy –no obstante igualmente respetables porque en ellas se encuentran comprometidos seres humanos-, pero que, sin pretender recrearlas artificialmente, están presentes con su acerbo cultural y religioso.

3.   La pobreza en el mundo

                Las interpelaciones a la fe cristiana que vienen del pluralismo religioso y de la pobreza nacen fuera del mundo noratlántico.  Quienes las llevan sobre sus espaldas son los pueblos pobres de la humanidad, lo acabamos de decir  a propósito de las religiones y es el caso evidentemente de la pobreza.  Este último cuestionamiento se planteó con fuerza a la reflexión teológica inicialmente en América Latina, un continente habitado por una población pobre y creyente simultáneamente.  Se trata de quienes viven su fe en medio de la pobreza, lo que trae como consecuencia que cada una de esas condiciones deje su huella en la otra;  vivir y pensar la fe cristiana es algo, por lo tanto, que no puede realizarse fuera de la conciencia de la situación de despojo y marginación en que dichas personas se encuentran.

                a. Una serie de acontecimientos históricos en los años 50 y 60 (descolonización, nuevas naciones, movimientos populares, un mejor conocimiento de las causas de la pobreza, etc.)  hicieron presentes,  a lo largo y ancho del planeta, a  quienes siempre habían estado ausentes de la historia de la humanidad, o para ser más exactos, invisibles para una manera de hacer la historia en la que un sector de ella, el mundo occidental, aparecía como ganador en todos los campos.  Es el hecho histórico que se ha  llamado “la irrupción del pobre”.  No es por cierto un acontecimiento  terminado, se halla en pleno proceso y sigue planteando nuevas y pertinentes preguntas.

                b. La pobreza es, como el pluralismo religioso de la humanidad, un estado de cosas que viene de muy atrás.  En el pasado ella dio lugar sin duda a gestos admirables de servicio a los pobres y abandonados. Pero hoy el conocimiento de su abrumadora amplitud, la brecha cada vez mayor y profunda entre los estratos ricos y los pobres en la sociedad actual y el modo que tenemos de acercarnos a ella han hecho que sólo en la segunda mitad del siglo que termina haya comenzado a ser percibida realmente como un reto a nuestra comprensión de la fe. Aunque no del todo, porque no faltan aquellos para quienes  tercamente la pobreza se limita a ser un problema de orden social y económico. No es este el sentido bíblico de esa condición, ni lo fue la intuición de Juan XXIII cuando hablaba de la Iglesia de los pobres.

                En el caso del pluralismo religioso, aunque no falten los recalcitrantes,  el carácter teológico es percibido más rápidamente.  Subrayar el carácter teológico de las preguntas que acarrea la pobreza humana no significa de ningún modo soslayar que ella y la injusticia social tienen una inevitable y constitutiva dimensión socio-económica. Pero la atención que debe prestárseles no viene únicamente de una preocupación por los problemas sociales y políticos.  La pobreza, tal como la conocemos hoy, lanza un cuestionamiento radical y englobante a la conciencia humana y a la manera de percibir la fe cristiana y, a la vez, ella conforma un campo hermenéutico que nos conduce a una relectura del mensaje bíblico y del camino a emprender como discípulos de Jesús.

                c. Hoy estamos en condiciones de advertir con toda la claridad deseada que la pobreza, la injusticia y la marginación de personas y grupos humanos no son hechos fatales, tienen causas humanas y sociales.  Además, nos encontramos sobrecogidos por la inmensidad de esa realidad, así como por el acrecentamiento de las distancias, desde estos puntos de vista, entre las naciones en el mundo y entre las personas en el interior de cada país.   Esto cambia el enfoque sobre la pobreza y nos empuja a examinar bajo una nueva luz las responsabilidades personales y sociales. Nos da de este modo nuevas perspectivas para saber descubrir continuamente el rostro del Señor en el de otras personas, en particular de los pobres y maltratados.

                d. Otra nota de la pobreza es su complejidad. La pobreza es un hecho  que no se reduce a su dimensión económica, por importante que ella sea; es necesario tener en cuenta, igualmente, aspectos de orden cultural, racial, de género, religioso. Esto llevó a hablar del pobre como de  un “insignificante” y un “no persona”, porque son tenidos como tales en la sociedad, personas a quienes no se les reconoce la plenitud de sus derechos en tanto seres humanos. Personas sin peso social o individual que cuentan poco en la sociedad y en la Iglesia. Así son vistos,  o más exactamente no vistos, porque son más bien invisibles en cuanto que excluidos en el mundo de nuestros días. Las razones de ello son diversas: las carencias de orden económico sin duda, pero también el color de la piel, ser mujer, pertenecer a una cultura despreciada (o considerada interesante sólo por su exotismo, lo que al final viene a ser lo mismo).  La pobreza es, en efecto, un asunto complejo y polifacético, al hablar desde hace decenios de “los derechos de los pobres” (ver, por ejemplo, Medellín, Paz n. 22) nos referíamos a ese conjunto de dimensiones de la pobreza.

                Por eso mismo, no basta tener conciencia de esa complejidad, es necesario profundizarla, entrar en el detalle de la diversidad y advertir su fuerza interpelante. Tampoco es suficiente tomar nota de la condición de otro del pobre, ella debe asimismo ser estudiada más en detalle y considerada en toda su desafiante realidad.  En ese proceso nos encontramos, gracias sobre todo a los compromisos concretos asumidos en y desde el mundo de la pobreza,  marcada mayoritariamente  entre nosotros, lo hemos hecho ver ya,  por la vivencia –de un modo u otro- de la fe cristiana. La reflexión teológica se nutre de esta experiencia cotidiana, que lleva ya algunas décadas,  y simultáneamente la enriquece.

                Esta inquietud, presente desde un inicio ha sido ahondada en los últimos años.  Valiosos trabajos han permitido entrar de modo particularmente fecundo en algunos aspectos capitales de la complejidad mencionada.  En efecto, en esa pista se encuentran hoy diferentes esfuerzos por pensar la fe a partir de la situación secular de marginación y despojo de los diversos pueblos indígenas de nuestro continente y de la población negra,  incorporada  violentamente a nuestra historia desde hace siglos  De variadas maneras hemos sido testigos en este tiempo del vigor y la contundencia que adquiere la voz de estos pueblos, de la riqueza cultural y humana que son susceptibles de aportar, así como de las facetas del mensaje cristiano que nos permiten ver descarnadamente. Las reflexiones teológicas que vienen de esos universos son particularmente exigentes y nuevas. Como lo son aquellas que provienen de la inhumana y, por consiguiente, inaceptable condición de la mujer en nuestra sociedad, en especial la que pertenece a los estratos sociales y étnicos que acabamos de recordar; en este terreno asistimos igualmente a ricas y nuevas perspectivas teológicas llevadas adelante sobre todo por mujeres, pero que nos importan y cuestionan a todos. 

                No se trata además, en los primeros casos mencionados, de la defensa de antiguas culturas fijadas en el tiempo o de la propuesta de proyectos arcaicos que el devenir histórico habría superado, como algunos tienden a pensar.  La cultura es creación permanente, se elabora todos los días.  Lo vemos de muy diferentes maneras en nuestras ciudades. Ellas son un crisol de razas y culturas en sus niveles más populares; pero, a la vez, son crueles lugares de crecientes distancias entre los diferentes sectores sociales que las habitan. Ambas cosas se viven en las ciudades de un continente en precipitada urbanización.       

                e. La comprensión que se manifiesta en la fórmula “opción preferencial por el pobre” es lo más sustantivo del aporte de la vida de la Iglesia en Latinoamérica y de la teología de la liberación a la Iglesia universal. Así lo reconoce Aparecida. Una opción que mantiene firme la convicción de que los pobres mismos deben asumir su destino. Dicha perspectiva no es evidentemente algo exclusivo de una  teología; la exigencia y el significado del gesto hacia el pobre en la acogida del don del Reino forman parte del mensaje cristiano. Se trata de un discurso sobre la fe, que nos permite simplemente un recuerdo y una relectura en las condiciones actuales, con toda la novedad que ellas nos revelan, de algo que de una u otra forma  -con insistencias pero también con paréntesis,  -encontró siempre un lugar a lo largo del caminar histórico del pueblo de Dios. Es relevante subrayarlo Y sobre todo con la experiencia cristiana y las rutas tomadas para dar testimonio del Reino. 

 

La comunidad eclesial tiene que enfrentar los tres grandes retos mencionados, -al interior de los cuales se alojan diversas interpelaciones-  e incluso hacer ver sus relaciones mutuas.  Apenas las hemos rozado en estas páginas, pero estamos convencidos de la importancia y fecundidad de establecer esa trama. Para ello habría que evitar la tentación de encasillamiento que consistiría en asignar los desafíos mencionados a los diversos continentes.  El de la modernidad al mundo occidental, el de la pobreza a América Latina y a África y el que viene del pluralismo religioso a Asia. La realidad es más compleja. Una realidad que debemos leer desde los últimos de la sociedad. Hay que leer la historia contrapelo, decía Walter Benjamin, en teología leer el mensaje cristiano, y la historia, desde el pobre es hacerlo desde el Reino de Dios. El tercer desafío mencionado, la pobreza, es también un criterio de discernimiento.