Desde hace un cierto tiempo, el derecho a decidir hoy se ha convertido en una cuestión muy viva en Catalunya y hemos visto que, además de los partidos políticos, también se han posicionado públicamente varias entidades y organizaciones, entre ellas algunas de la Iglesia católica. Estamos, pues, en el campo libre y responsable de las diversas opciones sobre el país en que vivimos.

 

 La novedad, sin embargo, por lo que respecta a las entidades de Iglesia, es que algunas de ellas en sus declaraciones y ponencias públicas han propuesto una reflexión que tiene el riesgo de caer en lo que se podría denominar como integralismo católico (¡diferente de integrismo!). Esta formulación, forjada en Italia, sirve para calificar el riesgo de algunos nuevos movimientos católicos que, intentando superar los clásicos nacionalcatolicismo, cristianos por el socialismo, fundamentalismo, Tea Party…, buscan una nueva articulación, lo más “integradora” posible, entre la fe cristiana y una opción política concreta, a menudo abocados a confundirlas en una especie de religión civil para todo el mundo. Por eso, en este contexto hay que recordar que si, por una parte, es bueno comprometerse seriamente en todo lo que es justo a nivel político y nacional, por otra parte, hay que tener presente no caer en el riesgo de una casi identificación práctica del cielo nuevo y la tierra nueva cristiana con un ideal político o nacional concreto.

 Me doy cuenta honestamente y con cierta sorpresa de que hay formulaciones recientemente publicadas que se podrían acercar a esta concepción, seguramente sin que sus autores lo deseen ni sean conscientes de ello. En este sentido, hay que partir de las claras enseñanzas de la doctrina social de la Iglesia católica con las justas concreciones de los Documentos de los Obispos de Catalunya (Arrels cristianes de Catalunya, 1985; Al servei del nostre poble, 2011), que tocan el concepto de nación con sus derechos y aplicación en Catalunya.

Ahora bien, notamos que esta Enseñanza de la Iglesia tiene la función de afirmar los principios éticos básicos, dejando a cada persona las decisiones políticas con sus posibles concreciones. No se trata, pues, de criticar o de contradecir el derecho básico a decidir que comporta el ser una nación -por eso se luchó tanto por la democracia, y se ha ido ejerciendo ya este derecho desde entonces hasta ahora-, sino que hay que tener claro que su concreción hoy no es, tal como afirman algunos de los textos publicados y más divulgados, ni una opción fundamental -como opción decisiva-, ni un principio ético directamente exigido por la Doctrina Social de la Iglesia, sino que es el fruto razonado de una opción prudencial y política, y por eso los católicos que creen lo contrario sobre su forma de ejercerlo hoy, no son infieles a la Enseñanza de la Iglesia, como algunos de estos textos publicados parecen apuntar.

Atención pues, a este riesgo, a buen seguro que involuntario y de buena fe, el de caer en este nuevo y más moderno peligro de integralismo católico. En efecto, los cristianos deberíamos ser muy cautelosos, siguiendo el concilio Vaticano II que subraya la justa autonomía del mundo (GS 36-39) y al mismo tiempo diferenciando entre principios generales de la Enseñanza de la Iglesia y sus diversas concreciones prudenciales y, al mismo tiempo, recordando el daño, e incluso el escándalo, que ha provocado su mezcla indiscriminada en la historia de la Iglesia, también en nuestra casa.

Por eso, ni a la teología, ni obviamente a la Iglesia como tal, le corresponde hoy ser protagonista de esta situación, sino que hay que partir de una laicidad seria que comporta afirmar la justa autonomía propia del mundo civil y político. De esta forma, la Iglesia, particularmente por medio del vivo y respetuoso testimonio comprometido de los cristianos, podrá hacer más actuales las palabras de Jesús cuando afirmó, causando ya fuerte sorpresa en su tiempo, que hay que “dar lo que es de Dios a Dios, y al César lo que es del César”.