Tomás Halík

Nuestro mundo está enfermo. No me refiero solamente a la pandemia del conoravirus, sino al estado de nuestra civilización tal como se revela en este fenómeno mundial. En términos bíblicos: es un signo de los tiempos.

Al inicio de este inhabitual tiempo de Cuaresma, muchos de nosotros pensábamos que esta epidemia iba a provocar una parálisis generalizada de corta duración en el funcionamiento habitual de la sociedad, que la íbamos a superar de una manera u otra y que todo volvería pronto al orden anterior. No será el caso. Y las cosas no estarían bien si lo intentáramos.  Luego de esta experiencia global, el mundo ya no será el mismo que antes, y probablemente ya no debería serlo.

Durante las grandes calamidades, es natural preocuparse en primer lugar por las necesidades naturales para sobrevivir; pero “no se vive solo de pan”. Ha llegado el tiempo de examinar las implicancias más profundas de este golpe a la seguridad de nuestro mundo. El inevitable proceso de mundialización parecería haber alcanzado su apogeo: la vulnerabilidad general de un mundo global salta ahora a la vista.

La Iglesia como hospital de campaña

¿Qué clase de desafío representa esta situación para el cristianismo y para la Iglesia – uno de los primeros “actores mundiales” – y para la teología? La Iglesia debería ser un “hospital de campaña”, tal como lo propone el Papa Francisco. Con esta metáfora, el papa quiere decir que la Iglesia no debe mantenerse en un espléndido aislamiento lejos del mundo, sino que debe liberarse de sus fronteras y brindar ayuda ahí donde las personas están física, mental, social, y espiritualmente afligidas. Sí, es así como la Iglesia puede arrepentirse de las heridas causadas muy recientemente a los más débiles por sus representantes. Pero tratemos de reflexionar más profundamente sobre esta metáfora y de ponerla en práctica.

Decir que la Iglesia debe ser un “hospital” significa que, por supuesto, debe ofrecer los servicios de salud, sociales y de caridad que ha venido ofreciendo desde el alba de su historia. Pero, como buen hospital, la Iglesia debe también cumplir otras tareas. Tiene que cumplir un papel de diagnóstico (al identificar los “signos de los tiempos”), un papel de prevención (al crear un “sistema inmunitario” en una sociedad en la que causan estragos los virus malignos del miedo, del odio, del populismo y del nacionalismo), así como un papel de convalecencia (al superar los traumatismos del pasado mediante el perdón).

Las iglesias vacías: un signo y un reto

El año pasado, justo antes del día de Pascua, se quemó la catedral Notre-Dame de París; este año, durante el Cuaresma, no hay servicios religiosos en centenares de miles de iglesias en varios continentes y tampoco en las sinagogas ni mezquitas. Como sacerdote y teólogo, me pongo a pensar en esas iglesias vacías o cerradas como un signo y un reto de Dios. Entender el lenguaje de Dios en los acontecimientos de nuestro mundo exige el arte del discernimiento espiritual que, a su vez, llama a un desprendimiento contemplativo de nuestras emociones exacerbadas y de nuestros prejuicios, así como de las proyecciones de nuestros miedos y de nuestros deseos. En los momentos de desastre, los “agentes durmientes de un Dios malvado y vengativo” difunden el miedo y hacen de éste un capital religioso para sí mismos. Su visión de Dios ha llevado agua al molino del ateísmo durante siglos.

En tiempos de catástrofe, no veo a Dios como un director de teatro malhumorado sentado detrás de bastidores a ver los acontecimientos de nuestro mundo, lo veo más bien como una fuente de fortaleza que opera entre quienes demuestra solidaridad y amor desinteresado en estas situaciones – y sí, incluso entre quienes no tienen “motivación religiosa” en su acción, Dios es amor humilde y discreto.

Pero no puedo dejar de preguntarme si el tiempo de las iglesias vacías y cerradas no es una suerte de visión que nos advierte sobre lo que podría ocurrir en un futuro cercano: a esto podría parecerse en algunos años gran parte de nuestro mundo. ¿Acaso no hemos sido ya prevenidos por lo que sucede en numerosos países en los que cada vez más iglesias, monasterios y seminarios se vacían y cierran sus puertas? ¿Por qué, durante tanto tiempo hemos atribuido esta evolución a influencias externas (el “tsunami” secular) en lugar de entender que otro capítulo de la historia del cristianismo está llegando a su término y que es tiempo de prepararse para uno nuevo?

Esa época de vacío en los edificios de iglesia revela tal vez simbólicamente la oculta vacuidad de las Iglesias y su probable porvenir, a menos que hagan un esfuerzo serio para mostrar al mundo un rostro totalmente distinto del cristianismo. Hemos buscado demasiado convertir al “mundo” (“el resto”) y mucho menos convertirnos a nosotros mismos – no como una simple “mejoría”, sino como un cambio radical de un “ser cristiano” estático a un dinámico “cristiano-en-devenir”.

Cuando la Iglesia medieval hizo un uso excesivo de las prohibiciones como sanción y que estas “huelgas generales” de toda la maquinaria eclesiástica significaban que los servicios religiosos dejaban de tener lugar y que los sacramentos dejaban de administrarse, las personas comenzaron a buscar cada vez más una relación personal con Dios, una “fe desnuda”. Las fraternidades laicas y el misticismo se multiplicaron. Este auge del misticismo, sin lugar a dudas, contribuyó a abrirle el camino a la Reforma – no solo la de Lutero y de Calvino, sino también la reforma católica vinculada con los jesuitas y el misticismo español. Tal vez el descubrimiento de la contemplación pudiera ayudar a completar la “vía sinodal” hacia un nuevo concilio reformador.

Un llamado a la reforma

Tal vez deberíamos aceptar la actual abstinencia de los servicios religiosos y del funcionamiento de la Iglesia como un kairos, una oportunidad para detenernos e iniciar una reflexión en profundidad delante de Dios y con Él. Estoy convencido de que ha llegado el momento de reflexionar sobre la manera de continuar el movimiento de reforma que el Papa Francisco considera necesario: no como tentativas para volver a un mundo que ya no existe, ni como un recurso a simples reformas estructurales externas, sino más bien como un cambio hacia el corazón del Evangelio, “un viaje a lo profundo”.

No veo en qué podrían ser una buena solución sustitutos artificiales como la teledifusión de misas a la hora en que el culto público está prohibido. El paso a la “piedad virtual”, a la “comunión a distancia” y a la genuflexión delante de una pantalla de televisión es realmente algo extraño. Tal vez deberíamos más bien experimentar la verdad de las palabras de Jesús: donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.

¿Acaso creíamos realmente responder a la falta de sacerdotes en Europa al importar “repuestos” para la maquinaria de la Iglesia desde almacenes aparentemente sin fondo en Polonia, Asia y África? Desde luego tenemos que tomar en serio las propuestas del sínodo sobre la Amazonía, pero debemos simultáneamente otorgar un mayor lugar al ministerio de los laicos en la Iglesia; no nos olvidemos de que, en muchos territorios, la Iglesia sobrevivió sin clero durante siglos enteros.

Tal vez esta “parada de emergencia” sea un revelador del nuevo rostro de la Iglesia que tiene un precedente histórico. Estoy convencido de que nuestras comunidades cristianas, nuestras parroquias, nuestras congregaciones, nuestros movimientos de Iglesia y nuestras comunidades monásticas deberían intentar acercarse al ideal que dio lugar al nacimiento de las universidades europeas: una comunidad de alumnos y profesores, una escuela de sabiduría, donde se busca la verdad mediante el libre debate y también la profunda contemplación. Semejantes islotes de espiritualidad y de diálogo podrían ser la fuente de una fuerza de sanación para un mundo enfermo. En vísperas de la elección del papa, el cardenal Bergoglio citó el pasaje del Apocalipsis en el que Jesús toca la puerta, parado delante de ella. Y añadió: Hoy en día, Cristo toca la puerta desde dentro de la Iglesia y quiere salir. Tal vez sea lo que acaba de hacer.