Sólo el vocablo “democracia” y más aún, sus distintos conceptos pueblan el lenguaje y el sentido de las prácticas sociales de la humanidad desde comienzos de la modernidad. Los movimientos se suceden a favor y en contra de ella. Pero la velocidad y la intensidad en los cambios de valoración de la democracia aumentan tanto que uno no sabe si este ritmo lleva ya una década o la aceleración mayor viene sólo, digamos, de los últimos 3 años. Todo cambia más y más rápido y no parece que para bien. Esto último es por ahora lo más visible.

Los procesos sociales de democratización, ellos sí, siguen fuertes. Son, hoy también, el fenómeno colectivo más transversal a todo el planeta: Primero, se expresaron en el despertar de las iniciativas individuales y sociales, vía por ejemplo el comercio y sobre todo la migración a las urbes a buscar trabajo y “progreso” allí. Al comenzar esos procesos, una propuesta más pensada, respondió a la necesidad de organizar y legitimar nuevas formas de gobierno. Es decir a las elecciones y “la política representativa” con la división de poderes de Montesquieu. Hoy casi toda la población mundial, aún con actores de poder muy distintos, se gobierna en este modo institucional estatal.

La calificación de crisis se levanta hoy desde la mala evaluación que tiene esta democracia política. La sensación de indiferencia ante ella era lo que más preocupante hasta hace poco. En el último tiempo es su negación práctica, el culto al caudillismo autoritario, lo que es amenaza efectiva. Pero es en la vida social cotidiana donde puede estar el dato que veo más grave. La pérdida de calidad de la vida en medio del espectacular progreso científico-técnico Las brechas de desigualdad social, consideradas algún tiempo como legado del atraso pre-moderno, crecen hoy, de otras maneras, aún en países avanzados en ciencia y tecnología.

La democracia política requiere niveles de desigualdad social no extremos. Para los lectores del MIIC el hecho no require mayor desarrollo. Entonces el vínculo ente los datos más recientes sobre que la importantísima reducción de la pobreza desde el siglo XX empiece a convivir con cifras ya significativas sobre el aumento de la desigualdad, producen el alerta central de esta reflexión: La miseria sigue siendo el modo peor de vida para más de un 10 % de seres humanos, concentrados sobre todo en Africa, pero los sectores medios cuyo aumento tanto se celebra, viven amenazados de precariedad y soportando desigualdades que niegan los mejores sentidos de la democracia. Y eso de modos diversos ocurre sin embargo en el Norte y en el Sur.

La inseguridad urbana, la mala calidad en educación y salud públicas, el aumento de la corrupción, impulsan en la vida cotidiana al retraimiento defensivo en la seguridad de los grupos más íntimos: De la familia, si ésta aún se mantiene unida y cercana, o los grupos inmediatos en los que se puede encontrar alguna protección, incluso en formatos un poco tribales, porque el costo no importa ante la necesidad de un “nosotros” que ofrezca reconocimiento y defensa mutua.

A fines del siglo XX El profesor francés Alain Touraine escribió un libro que tituló: ¿Podemos vivir juntos?. Hace poco en Perú, comprobé que hoy la pregunta suscita respuestas casi polares: Y que el factor nuevo mayor es la existencia de nuevos procesos de exclusión, concepto que ha retornado al análisis social y sobre el cual la voz del papa Francisco ha sido tan elocuente. Todo ello expresa el malestar por las formas en que, se están vinculando el mercado, los Estados y la cultura. La falta de balance institucional al poder no regulado, desmedido, que han alcanzado los poderes fácticos, especialmente los financieros. Y la omnipotencia de otras redes globales que escapan al control de los Estados nacionales.

Es verdad que aún domina en Occidente, la creencia que este sistema social centrado en el consumo y el goce inmediato, sostenido en la imagen de que “todo se puede comprar” se seguirá expandiendo. Pero ahora hay más motivos de temor y desconfianza. Por eso la gente está volviendo su mirada a la política. Allí, la primera ola de demanda de salvadores ha sido aprovechada por cínicos autoritarios con mucho poder mediático como Donald Trump. El liberalismo democrático tiene aún una vitalidad latente muy importante pero si bien ha marcado las instituciones políticas y parte de la cultura cívica hasta hoy, no genera respuestas innovadoras aún. El deterioro de una educación de calidad tiene mucho que ver con todo esto. Cierro esta reflexión muy apretada, destacando que la cultura cristiana tiene recursos que podrían ser fuente de esperanza en este duro tiempo mundial para re-articular política y ética a la escala que hace falta.

Lo principal me parece, es recordar las fuentes de valoración honda de la política como la instancia que se ocupa del gobierno, es decir, del cuidado de todos. Casi no existen corrientes de reflexión en Occidente con este tema como prioridad constante. Y la fuerza del individualismo hoy, ha llevado hasta elogiar el imposible de un mundo sin política.

El cristianismo en cambio, como fe, como espiritualidad y como pensamiento social ha insistido siempre en la importancia de lo que ocurre en la historia humana concreta como campo de prueba del seguimiento o no al mensaje de Jesús. Esta perspectiva es más fuerte por el regreso a esas fuentes desde el drama de las guerras mundiales. Se trata, de que la humanidad alanzará su plenitud, si practica la fraternidad, “la locura” del “amaos los unos a los otros.” Pero también que es de la libertad personal de hombres y mujeres que ello depende.

Los Estados son aparatos de control, pero sus autoridades definen qué sentido adquiere cada orden estatal territorial. El cristianismo alimenta como valiosa la tensión entre ser responsable de ti mismo, de educar tu subjetividad y a la vez, de servir al otro, al que más lo necesita. Y de allí viene el llamado a comprometerte en política para organizar la sociedad al servicio de la justicia. Se decía por eso que no fue casual la presencia de un factor cristiano en el origen de la unidad europea.

Y también en América Latina, tanto en las luchas de los movimientos de liberación popular como en los liderazgos de los partidos políticos comprometidos con las causas de transformación ha sido importante la presencia activa de agentes portadores de esta sensibilidad. Ante los cambios y el malestar urge estar con los sencillos pero influir también en las macro decisiones. En la renovación de la política la esperanza cristiana debiera estar más presente…  que no sea sólo el papa Francisco.