Por:  Stefano Ceccanti, Joseph Carbonell, Ana María Bidegain[1]

El magisterio de la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II manifestó claramente una opción preferencial por la democracia, sobre la base de experiencias históricas que han demostrado que es la forma de Estado que mejor garantiza la dignidad de la persona humana.

La contribución de los movimientos laicales católicos implicados en el surgimiento y consolidación de las democracias ha sido grande; basta pensar en personalidades como Jacques Maritain (Francia), Joaquín Ruiz-Giménez (España), Maria de Lourdes Pintasilgo (Portugal) y Tadeusz Mazowiecki (Polónia), todos ellos vinculados a Pax Romana.

En los años 70, muchos creyentes en Portugal y España lucharon contra las dictaduras y tomaron importantes iniciativas para consolidar la democracia en sus países; de igual manera sucedió en los 80’s en América Latina y en Asia, Pacífico y África. Desde 1975 el número de democracias en el mundo ha crecido, y continúan ampliando su calidad. Esto también ha llevado al crecimiento de formas de compartir la soberanía estatal, como es el caso de la expansión de la Unión Europea, que muestra su eficacia para evitar el resurgimiento de impulsos nacionalistas desintegradores.

La doctrina social de la Iglesia, consciente del carácter contradictorio de la experiencia humana, siempre ha invitado a mirar la historia no como un proceso irreversible, sino a estar atentos a los posibles riesgos de regresión. Aún democracias consideradas más antiguas y consolidadas no están exentas de la pérdida de valores democráticos y republicanos fundamentales. En ese sentido, observamos con preocupación fenómenos recientes de carácter autoritario y populistas, que representan una regresión de los valores democráticos, que deben ser condenados con firmeza.

Esto es particularmente cierto en el caso de los regímenes políticos que se acogen a la noción equívoca de “democracia iliberal” propuesta por el presidente de Hungría Viktor Orban. Mantienen fachadas de democracia para lograr popularidad, pero toman medidas que restringen derechos fundamentales. Dan al poder ejecutivo una soberanía absoluta sobre todos los demás poderes y controles, o se establecen normas que afectan los derechos democráticos de algunos sectores o favorece el clientelismo del partido de gobierno, como ha sucedido recientemente en muchos países en el mundo, así no se acojan teóricamente a la propuesta de Orban, pero erosionan las democracias bien establecidas o impiden su consolidación.   – [2]

Aunque se celebren elecciones, la carencia de libertades como la libertad de expresión y la libertad de reunión hacen la labor de la oposición extremadamente difícil. También son regímenes que se caracterizan por buscar chivos expiatorios (por ejemplo, los inmigrantes) sobre los que descargan la desaprobación pública para obtener un consenso negativo, jugando con los miedos presentes en el cuerpo social y reforzando los problemas, en lugar de indicar las soluciones.  El asalto a la democracia es particularmente violento en contra de las instituciones cuando se pretende cuestionar el carácter genuino de los resultados electorales certificados por las autoridades correspondientes. Como sucedió el 6 de enero de 2021, en los Estados Unidos.

Incluso sectores cristianos tradicionalmente apartados de la política han creado movimientos fundamentalistas pseudo facistas que han llegado al poder o aspiran lograrlo esgrimiendo como Orban, la necesidad de establecer “estados con valores cristianos” y buscan limitar derechos fundamentales y la democracia.

Sin perjuicio del principio del legítimo pluralismo de las diferentes opciones políticas de los creyentes, debemos alertar sobre determinados grupos católicos que abrazan movimientos y partidos que practican estas derivas populistas y antiliberales y que deben ser denunciados con fuerza, sobre todo durante las campañas electorales.  Son prácticas que van en contra del bien común. No ponen a los pobres y sus necesidades, en el centro de las preocupaciones del estado, sino intereses particulares que benefician el desarrollo de la corrupción al estar quebrados los sistemas de control y el balance de poderes.

Para consolidar la democracia, hay que prestar atención a la escucha de las minorías y a la aceptación de sus sugerencias, a perfeccionar el diálogo para ser cada vez más respetuosos y atentos, a poner en práctica las conclusiones para que no sean estériles, a tender puentes entre las distintas opiniones para evitar el sectarismo ideológico tanto dentro como fuera de la Iglesia. Debemos promover una cultura del encuentro que es la base de la democracia y de la comunión eclesial.

Corresponde especialmente a los laicos desempeñar tanto un papel de denuncia como un papel propositivo a favor de soluciones exigentes y realistas a la luz de la doctrina social de la Iglesia y de una lectura atenta de los signos de los tiempos, en diálogo con todos los que trabajan por la dignidad de las personas, y abiertamente animarlos a participar en los cargos públicos y a promover continuamente una sana cultura democrática. Instar a todos los países a que consideren la cooperación económica con otros países teniendo en cuenta el nivel de democracia implantado. Animar a los cristianos, tanto individualmente como en comunidad, a participar en el seguimiento de la vida democrática.

[1] Ana Maria Bidegain, Presidente Internacional del Movimiento de Profesionales e Intelectuales católicos y Profesora en  Florida International University, US ;  Profesor Josep Maria Carbonell, Università Ramon Llull Spain, diputado regional en Cataluña ; Stefano Ceccanti, Università La Sapienza, diputado congreso, Italia.

[2] Algunos ejemplos de estas democracias “iliberales”, limitadas o erosionadas: Hungría, Polonia, Turquía, Rusia, Brasil, Venezuela, Nicaragua, Corea del Sur, Japón, Timor oriental, Malasia, Filipinas, Mongolia, Indonesia, Singapur,  Papúa Nueva Guinea. Incluso algunos países aplican un sistema abiertamente autoritario, como China, Cuba y Myanmar.